28.12.13

Un árbol llamado Manzano.

No fue de extrañar mi sorpresa cuando, tras infinitas horas de andanza por el camino, y con pies y manos pintados de barro, encontré ante mí aquella silueta, alzándose en medio de la vereda con la majestuosidad que le era propia.

Una fina y alargada pierna de corteza agrietada sostenía la gran y redondeada copa cetrina, de la que colgaban globosas y abundantes malas, unas más verdes, otras más coloradas. Se ocultaban juguetonas entre las ramas, como queriendo ser encontradas pero gozando, a la vez, de su escondrijo. Tenían el hermoso brillo del azúcar fundido al endurecerse, y eran tan apetecibles como un trago de agua fría en un día caluroso.

La viveza de los colores que aquel ser irradiaba contrastaba de manera evidente con el resto del paisaje que había visto a lo largo de mi trayecto hasta allí, a veces árido, a veces enlodazado, pero siempre con ese tono marrón, de sequedad y muerte, como si el aire estuviese cargado de polvo. Y algo curioso se hacía notar, como que no había un solo fruto caído a sus pies. Daba la impresión de que estabamos destinados a encontrarnos en aquel punto de madurez. Caprichos del camino que decidió llevarme hasta allí, o capricho del viento, que disfrutó haciendo flotar por sus rizos una diminuta semilla y acurrucándola en aquella tierra infértil. Quién lo sabe. El caso es que no fue la fascinación propia de un creyente por su dios lo que sentí al verlo por primera vez pero, desde luego, no me dejo indiferente. Sabía que no encajaba allí, que se encontraba en aquel lugar, en medio de mi senda por algún motivo.

Me acerqué cautelosa y con temor, como si fuese indigna de rozar si quiera aquel milagro de la naturaleza. Y en el instante justo en el que mi cuerpo entró en su sombra, todo mi mundo cambió: se volvieron flores las apagadas malezas, el paraje árido se tornó prado verde y fresco, corrió la brisa y los cauces renacieron. Y yo me había enamorado de aquel árbol. Entraron en mí la pureza del aire, los olores, los sonidos. Un escenario utópico tan imposible de ser que era. Se desandó todo lo andado y el cansancio y el barro dejaron de importar.

Pudo haber sido un sauce llorón lo que encontrase en mi travesía, para contagiarme su melancolía y posar mi atención en cada piedra del camino, siempre cabizbaja.
Pudo haber sido un cerezo, que me alegrara con su delicada tez rosada.
Tal vez un nogal, robusto y fuerte, siempre erguido ante el paso del tiempo.
O pudo ser un ciprés, dándome su esencia cada invierno.
Pero fue un manzano lo que encontré, un manzano grande y hermoso, que con sus frutos le dió a mi vida el toque dulce y ácido que necesitaba, y con su sombra, reposo. Un árbol cuyas flores de blancos pétalos me cantaban cada primavera. Un árbol con un "te quiero" susurrado por el viento en la punta de cada rama.
Un árbol llamado Manzano.


Para Alejandro Manzano, mi reposo.

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